11.11.14

Dos Hermanas

A mi hermana Liza. Esculturas de Ron Mueck                                                                  







- “La historia número cincuenta y cuatro”- anunció mansamente la anciana Elisa.

A pesar de que su tono de voz ya había pasado a ser muy vaporoso, hizo que su hermana Carolina se levantara de su reposo un poco asustada. Cayendo rápido en cuenta, de que se trataba del seguimiento de su rutina habitual, respondió.

-“Cincuenta y cuatro. Muy bien. Esta historia es muy buena. Aquella vez que fuimos en crucero por el Mar Caribe y te empecé a buscar…-

Carolina continuó su relato número cincuenta y cuatro; como parte de un conteo de relatos que se había convertido en parte de su rutina diaria. La narración de momentos importantes de sus vidas para intentar sentir aquellas vivencias una última vez, antes de quedar encuadernadas en sus cerebros.

 Aquella historia era muy graciosa y Carolina esperaba que la disfrutaran, pero su hermana no mostraba ningún interés en lo que le estaba contando. Sus, ahora muy pequeños, ojos estaban dirigidos a una esquina tan lejana que era imposible que estuviese viendo algo. Por lo que Carolina detuvo su narración y acercó su mano a su hermana. Sin la necesidad de pedir una explicación, ésta le contestó:

-“Es que… aunque ya hemos pasado hace mucho tiempo esos números de cuando éramos pequeñas, todavía me pregunto por algo que pasó a principios de nuestras vidas en común y tú no lo has contado. Me pregunto si lo habrás olvidado o no lo quieres compartir conmigo. Lo que me entristece.”

Carolina no sabía a qué se refería, lo que hizo que su corazón intentara acelerar.  Quiso repasar las historias en su mente, pero no sabiendo más detalles le era imposible.

-“Yo tendría siete años” – comenzó a narrar Elisa- “y una mañana, antes de que nuestros padres levantaran cabeza, me desperté y note que no estabas en nuestra habitación. No era muy raro que te hubieses levantado antes que yo, pero fui al salón y no estabas frente a la televisión, que sí era algo muy normal. Empecé a buscarte en el baño, pasé por el comedor y te busqué en la cocina. No estabas en ningún lugar. Me empecé a poner nerviosa y estuve a punto de llamar a la puerta de mamá, si no fuese por ese sollozo ronroneado que escuché proveniente de la esquina del salón, detrás de la butaca. Me acerqué poco a poco, cruzando mis deditos, para que no fuese nada malo. Ese llanto era raro. No era el que se te escuchaba chillar comúnmente. Era un llanto espeso, rozando el suelo, una especie de martirio que recuerdo perfectamente hasta el día de hoy. Y mi pregunta era y sigue siendo, ¿por qué?”

El silencio se agigantó en el salón, una cosa que a su edad era aguantada con mucha tranquilidad. Pero dentro de Carolina el alboroto iba incrementándose al correr de década en década hasta llegar a aquel preciso momento en el salón de su casa.

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